domingo, 14 de junio de 2015

15 segundos.

Para María Dolores.
Quince segundos.  A veces sólo necesitamos la mitad de medio minuto para que todo cambie, para desordenar ideas y dejar de entender.
 De repente las líneas de expresión de nuestra cara siempre alegre se tornan en una amarga lágrima que brota primero del ojo izquierdo pero siempre seguida de otra similar, nunca igual, que cae lentamente del derecho. Catorce segundos hacen falta para que los celos se apoderen de nuestro cuerpo y nos obcequemos con un sin-sentido pero ¿a caso algo lo tiene?
Trece tardaríamos en recorrer una calle a galope para poder encontrarnos con la persona que está al final de la misma y que tanto deseamos ver. Doce para sufrir todo lo sufrible en frente de esa tumba en la que ya descansa quien tanto hemos querido. Once segundos son muchos para observar el cuerpo de alguien a no ser que ese "alguien" nos cautive y nos haga tener que memorizar cada milímetro de su anatomía para que después nuestra mente la calque en papel una y otra y otra y otra vez.
 Diez es lo que tardamos en acabar ese capítulo de nuestro libro favorito, que ya sabemos de memoria, pero necesitamos releer un millón de veces más. Ese episodio curiosamente acaba con la palabra "mar" que repetida tres veces son esos próximos nueve segundos. Nueve son los golpes que hemos llevado en esa pelea pero eso no evita que el último nos haya dejado casi inconscientes. Ocho, como los días que pasan entre la mañana de un lunes y la del lunes siguiente, esos que se pasan lenta y desastrosamente casi de forma difuminada bajo un gris oscuro telón, desde que nos sentimos desprotegidos porque no tenemos a nadie al lado. Siete que nos dan pie a cumplir los pecados capitales los cuales hemos practicado por mucho que la mayoría se empeñen en negarlo.
Seis interminables,  seis segundos que me hacen romper con rabia ese jarrón que se situaba frente a la mesa y que me impedía trabajar. Cinco. Cinco fue lo que tardaron en catalogarme de loco mis compañeros de clase con tan solo cinco años. Cuatro fueron las miradas que se echaron mi padre y los médicos antes de confirmármelo. Tres. Tres. Tres. Tres. Tres tristes e interminables segundos que se confunden con el tic-tac, tic-tac, tic-tac del reloj de la pared de la sala de al lado. Dos. Hay tantas cosas que podemos hacer en dos segundos y ni siquiera somos conscientes de que podemos reír, llorar, amar, pestañear, soñar, pensar, decir, dormir, morder...Y al final nos quedamos en uno. Lo que tardamos en apretar el gatillo de la pistola para quedarnos con el orgasmo que produce el fin del sufrimiento desorbitado de una historia que se veía desde el principio cómo iba a acabar.